Esta es una historia real, le ocurrió al amigo de un amigo mío.
Miles de personas llenaron las calles aquel día, no para condenar, sino para aplaudir. Carteles se alzaban pidiendo que peleara, que luchara, que se liberara. El ambiente era festivo. Una celebración espontánea para un hombre que estaba a punto de encarar lo que parecía inevitable. Cerca de cien mil espectadores suspendieron sus vidas para presenciar el espectáculo. Las pizzerías reportaron ventas récord. La vida de algunos se detuvo. La gente evitaba ir al baño. Nadie quería perderse ni un segundo del drama.
Y él lo sabía. Sabía que era el protagonista de una obra nacional en la que decenas de miles sentían "un interés personal, un sentimiento de participación". No era alguien enfrentando consecuencias: era una estrella en su mayor performance.
Cuando finalmente llegó el momento de encarar la justicia, tras beber un vaso de jugo —detalle que provocó carcajadas generalizadas porque ese había sido su apodo—, el gesto no pasó desapercibido. Era una burla sutil, un guiño a su propia leyenda mientras la gravedad del momento exigía solemnidad. Los reporteros rieron. El público rió. Incluso en ese instante, convertía la situación en espectáculo.
Para su defensa convocó a quien se autoproclamaba el mejor: el penalista más famoso, más caro, más mediático del país. Una estrella para una estrella. No era simplemente representación legal: era un ejército de imagen, una maquinaria diseñada para transformar un proceso en un referéndum sobre el sistema, sobre quién era el verdadero canalla, sobre el poder.
Y funcionó porque él sabía cómo convocar. Sabía a quién hablar, qué decir, qué símbolos invocar. Cuando se le confrontó con evidencia clave en su asunto, expuso a quienes daban esa evidencia usando insultos despreciables contra las grabaciones, su defensa no solo cuestionó esa evidencia: convirtió a los investigadores en "cerdos, la peor pesadilla del país, la personificación del mal". El proceso dejó de ser sobre lo que había ocurrido y se convirtió sobre quién era más confiable: ¿el sistema de canallas o el héroe caído?
El popularch parecía disfrutar cada momento. Cuando le tocó declararse formalmente, rompió el protocolo establecido de responder con un simple "responsable" o "no responsable". En su lugar, se dirigió a la sala entera y proclamó con voz firme: "Absolutamente, cien por ciento, me voy a divertir". No era una declaración legal: era una performance, un desafío, un recordatorio de que él no seguía las reglas de los demás. Era su forma de decirles a todos que esto era su show.
Y luego vino el momento que definiría todo. Las risas, las burlas, las performances, los vítores, todo mientras los presentes en la sala observaban hipnotizados. "Si no cabe la figura, deben absolver", proclamó la defensa estrella, proclamando que aquello sería recordado como el desliz más grande de la historia. Años más tarde, quienes lo enfrentaron admitirían su sospecha: fue teatro puro, una escena ensayada a la perfección.
Pero para entonces, el popularch ya había convocado a su audiencia. Los que lo evaluaban no eran imparciales: eran un reflejo de las divisiones del país. De un grupo diverso de posibles evaluadores, el panel final quedó compuesto mayoritariamente por un grupo demográfico específico. Había calculado los movimientos basándose en simpatías predichas, en lealtades tribales. A mitad de la audiencia parecía que más de la mitad de los evaluadores vestían ropa negra u oscura en lo que podría ser descrito como una "procesión fúnebre", una muerte silenciosa.
La evidencia en su contra era devastadora. Sendos videos, fotografías, gestos y comentarios. Un rastro que lo conectaba directamente con la situación acusada y testigos que lo ubicaban en los lugares que reflejaban minutos críticos de audio y video.
Pero su defensa logró convertir cada prueba en una conspiración, cada científico en un incompetente, cada procedimiento en una trampa. Los especialistas que aportaron la evidencia fueron destrozados por cuestionamientos que parecían a ojos de los fans, palabras implacables. Cada protocolo fue cuestionado. Cada manejo de muestras se pintó como sospechoso. Se sugirió parcialización por parte de quienes aportaban la acusación y pruebas, insinuando que fue usada para fabricar evidencia, el daño ya estaba hecho.
Y el popularch observaba, gesto tras gesto, cómo su defensa desmantelaba el caso. No era pasivo: participaba, gesticulaba, reaccionaba para las cámaras. Sabía que decenas de miles lo observaban, sabía que cada expresión facial sería analizada, cada lágrima calculada sería noticia. Cada mirada hacia quienes lo evaluaban parecía decir: "esto es un circo, y yo soy el maestro de ceremonias". Los miraba con desdén apenas velado, como si fueran ellos quienes deberían estar respondiendo preguntas. Sonreía en momentos inapropiados. Gesticulaba burlas sutiles que sus seguidores captaban y celebraban. Para él, quienes lo evaluaban eran los verdaderos canallas, y no perdía oportunidad de dejarlo claro con cada gesto, cada mirada, cada suspiro teatral.
Cuando llegó el asunto, después de la deliberación, millones de personas se detuvieron a escuchar. El jefe de estado fue informado sobre medidas de seguridad. La policía preparó contingentes esperando disturbios. Más de cien oficiales en formación rodearon el edificio. La máxima corte del país en ese tema recibió la noticia durante sesión, los magistrados pasando la nota en silencio. Políticos cancelaron apariciones públicas porque, como admitió uno, "nadie estaría ahí de todas formas".
"No".
La negativa resonó como un trueno. Uno de los evaluadores se levantó y lo saludó con un puño en alto. Un gesto de triunfo, de solidaridad, de desafío absoluto. No era un veredicto legal: era una declaración política, un mensaje sobre poder, sobre a quién creían y a quién no.
No era un asunto sobre evidencia: era un asunto sobre confianza, sobre historia, sobre quién creías que eran los verdaderos canallas: ¿el sistema o el popularch?
Caminó libre ese día, rodeado por su círculo, mientras afuera la multitud estallaba en reacciones opuestas. Algunos celebraban, otros lloraban. El costo del asunto se estimó en cientos de miles en pérdidas de productividad mientras la nación entera se detuvo. Las pizzerías habían hecho fortuna. Las cadenas de noticias habían multiplicado sus audiencias. El evento había inaugurado una nueva era: la del asunto como entretenimiento, la del espectáculo transmitido las veinticuatro horas, la de la realidad convertida en ficción.
El asunto ya había quedado grabado en la memoria colectiva como el momento en que un hombre, con suficiente dinero, suficiente fama y suficiente astucia para convertir su proceso en un espectáculo, logró convocar el apoyo de decenas de miles.
El legado no fue sobre los hechos. Fue sobre el poder de la convocatoria, sobre cómo transformar el encarar las consecuencias en entretenimiento nacional, sobre cómo un proceso podía convertirse en un referéndum sobre todo excepto los hechos, y sobre cómo un hombre enfrentando lo impensable podía generar no repudio, sino ovaciones, no condena, sino celebración.
Las autopistas se habían llenado de personas que no gritaban por justicia, sino que alzaban carteles pidiéndole que peleara. Eso es lo que hace un popularch: convoca, seduce, divide, conquista. No con argumentos sino con símbolos. No con verdad sino con espectáculo. No con justicia sino con teatro.
Cuando le tocó encarar a quienes lo evaluaban, cada gesto contaba. La forma en que los miraba, cómo se sentaba, cómo reaccionaba ante cada testimonio. Pero sobre todo, cómo miraba a quienes osaban cuestionarlo. Con desprecio apenas disimulado. Con sonrisas burlonas. Con gestos que decían sin palabras: "ustedes son los canallas, no yo". Suspiraba con exageración cuando presentaban evidencia. Negaba con la cabeza teatralmente. Se reía en momentos graves. Y sus seguidores lo amaban por eso. Cada burla era una victoria, cada gesto de desdén era valentía, cada momento de irreverencia era prueba de que él estaba por encima de todo aquello.
No era un hombre defendiéndose: era un actor dando la función de su vida. Y quienes lo evaluaban se convirtieron en parte del espectáculo, en personajes secundarios de su gran narrativa, en los canallas de su historia.
Y cuando todo terminó, cuando caminó libre entre flashes y cámaras, con ese gesto característico que había perfeccionado durante décadas de vida pública, el mensaje quedó claro: la verdad es negociable, la justicia es relativa, pero el espectáculo... el espectáculo siempre gana.
LE SUCEDIÓ AL AMIGO DE UN AMIGO y aunque parece mentira es la true de O.J.






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