26.9.10

¿Malversación NO, pero y el Deber de Probidad?

El mandato de tipificación (y, por ende, la misma reserva legal y, en último extremo, el principio de legalidad) tiene un alcance muy distinto en el Derecho Administrativo que en el Derecho Penal, sin perjuicio de que buena parte de la Doctrina y de la Jurisprudencia, seducidas por el brillo de las equiparaciones, no se percaten siempre de este fenómeno y actúen con un rigorismo formal que para nada beneficia ni a los intereses públicos ni a las garantías individuales. 

En el artículo 39 de nuestra Constitución Política indica: 

“A nadie se hará sufrir pena sino por delito, cuasidelito, o falta, sancionados por ley anterior y en virtud de sentencia firme dictada por autoridad competente, previa oportunidad concedida al indiciado para ejercer su defensa y mediante la necesaria demostración de culpabilidad.” 

Es precisamente por medio de este articulado que se establece el principio de culpabilidad subjetiva como requisito sine quo non para considerar que una acción sea capaz de producir responsabilidad penal. En ese mismo sentido, el Código Penal desarrolla este principio en la Sección V, denominada culpabilidad, siendo que expresamente el artículo 30 dispone que: 

"Nadie puede ser sancionado por un hecho expresamente tipificado en la ley sino lo ha realizado por dolo, culpa o preterintención" 

Es decir la realización del hecho injusto debe ser personalmente reprochable al sujeto para que pueda imponérsele una pena o sanción; en sentido contrario, si al sujeto activo (entiéndase un individuo) no se le puede hacer el juicio de reproche por su actuación, no podrá sancionársele penalmente. Sobre este punto la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia, mediante resolución número 00030-1992 de las diez horas con treinta minutos del diecisiete de enero de mil novecientos noventa y dos ha indicado que: 

“… no puede existir delito sin la necesaria demostración de culpabilidad (es el llamado principio de culpabilidad, que a nivel de tipicidad implica que la conducta para ser típica, debe ser al menos culposa; y a nivel de culpabilidad, que no hay delito si el injusto no es reprochable al autor)…” 

En ese sentido, podemos afirmar que el sistema penal costarricense está basado en la imputabilidad personal o subjetiva, en la que necesariamente se debe demostrar la participación personal del imputado en los hechos objeto del proceso, para posibilitar la imposición de una sanción de naturaleza penal.
Los principios normativos indicados supra, permiten regular la responsabilidad penal y delimitan la clase o tipo de sujetos que pueden ser destinatarios de una sanción, se refiere a aquellos individuos con capacidad cognoscitiva y volitiva para consentir en sujetarse jurídicamente a una pena.

La doctrina penal clásica, considera que: 

“La persona física puede ser sujeto activo de un delito, pues sólo ella es capaz de ejecutar las acciones o incurrir en las omisiones que legítimamente pueden entrar en el ámbito de derecho penal, no reside simplemente en el hecho de que ciertas situaciones producen consecuencias perjudiciales para los individuos o la sociedad. La razón de la pena es otra muy distinta y de carácter esencialmente humano: sólo se dirige y aplica a quienes son susceptibles de retribución y prevención. Únicamente la persona física tiene los atributos de inteligencia y voluntad que presuponen esas finalidades de la pena.” 

Nuestro país ha suscrito, como miembro de la comunidad internacional, una serie de instrumentos tendientes al combate de la corrupción. Asumiendo compromisos para llevar a cabo acciones concretas para la eliminación de este flagelo. Entre estos instrumentos se encuentran la Convención Interamericana contra la Corrupción y la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción. 

Para el cabal cumplimiento de las obligaciones contenidas en estos Tratados Internacionales, principalmente aquellas que abordan el tema de combate contra la corrupción, resulta imperativo modificar y ajustar nuestras leyes nacionales, a fin de dar una adecuada solución al problema. 

Ahora teniendo en cuenta el delito de malversación los bienes o caudales públicos, delito que según el Sr Moya es reprochable a la Señora Ministra (por cierto que cito mal la ley antes de editar el reportaje)  este se utiliza moviendo dineros siempre dentro de las mismas funciones realizadas por el servidor público, pero en actos diferentes a los que normalmente estarían orientados. No sucede como en el peculado, cuya esencia es sustraer o distraer bienes. En la malversación, los bienes se utilizan con un destino público diferente y por lo tanto, no prioritario de acuerdo a las previsiones justificantes de su erogación. Este criterio lo ha explicado la doctrina y a la vez se ha acogido en la jurisprudencia de los tribunales de Costa Rica. Así por ejemplo, el jurista argentino Carlos Fontán Balestra, sostiene que la malversación se trata de un cambio de destino que los fondos tienen fijados, sin ánimo o fin de lucro para el autor o para un tercero. Resalta, que el destino otorgado a los fondos debe ser público y su aplicación privada puede constituir un peculado [Fontán Balestra, Carlos: Derecho Penal. Parte Especial, XV edición, Abeledo - Perrot, Buenos Aires, 1998, pág. 868]. En el mismo sentido, Carlos Creus sostiene que la utilización que resulta típica de este delito, supone que los bienes no se sacan de la administración y esa condición explica que: "... también se ha denominado al delito aplicación indebida de caudales públicos o destino indebido de fondos públicos, puesto que el bien jurídico especialmente tutelado es la regular inversión y aplicación de los bienes públicos dentro de la misma órbita de la administración...".

Esta posición de doctrina se adecua a la necesidad del análisis del tipo penal en consideración al bien jurídico tutelado y a la interpretación de los contenidos normativos frente a ese elemento. Es así como tratándose del delito de malversación eh considerado que el bien jurídico que se tutela es la probidad del funcionario en el ejercicio de su función, sin embargo haciendo una interpretación sistemática del articulado existente, el bien jurídico podría ser el patrimonio público como tal, o como menciones el buen resguardo que la Administración Pública, pues esta debe dar a los bienes o dineros que dispone, hayan sido destinados o ingresen a su esfera de acción y tutela, sean estos públicos o no, resguardo que debe ser ejercido por los servidores públicos a quienes se les ha encomendado dicha competencia. Se trata de velar así, en forma general, por el correcto cumplimiento de los DEBERES DE LA FUNCIÓN PUBLICA, y, de manera específica, por el respeto debido a las obligaciones relacionadas con la administración, percepción o custodia de bienes y dineros. En la malversación, los bienes se utilizan con un destino público diferente y por lo tanto, no prioritario de acuerdo a las previsiones justificantes de su erogación, además el patrimonio del Estado puede comprometerse por los malos manejos que se haga de los dineros o bienes de éste. Ahora en el caso presente, lo que se tiene por cierto es que los dineros que ingresaron fueron utilizados por la Ministra de Salud en el otros fines ajenos a su destino original, pero el dinero siempre se empleó dentro de la administración que le correspondía ejercer a ella como Ministra, de manera que a mi entender no existió “distracción” de los mismos en el sentido jurídico que se le debe dar a dicho concepto (Malversación como dice el Sr Moya que ahora es Abogado y Juez). Por supuesto que siendo amante del Derecho Administrativo no desconoceré en este escrito que las reglas y los procedimientos administrativos existen para ser cumplidos, y que no cumplirlos puede acarrear responsabilidad disciplinaria o responsabilidad civil si se ocasiona un daño. Pero tratándose de la responsabilidad penal deberá integrarse el irrespeto a dichas normas o procedimientos con la afectación real o potencial a los bienes jurídicos protegidos por las disposiciones penales.

A continuación paso a explicarme.

No puede negarse que en el pasado eran muchas las ocasiones en que alguna conducta del funcionario era socialmente reprochada desde un punto de vista ético y moral, pero tal situación permanecía en la sombra de la impunidad, usualmente con endeble amparo en alguna disposición del ordenamiento, aunque fuera a base de alambicadas o forzadas interpretaciones, o bien por no hallarse un deber legal expreso que hubiera resultado violentado. 

Es así como el tema de la probidad administrativa era abordado desde una perspectiva deontológica, sociopolítica o sociológica, pero no estrictamente jurídica. Pues bien, es aquí donde entró a jugar un papel fundamental la consagración expresa en el ordenamiento jurídico del deber de probidad como una obligación ya no sólo ética, sino también de carácter legal, con la previsión de que su inobservancia puede acarrear responsabilidades tan graves y serias como el cese del cargo sin responsabilidad para el Estado. 

Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito en la Función Pública
Nº 8422

Artículo 3º—Deber de probidad. El funcionario público estará obligado a orientar su gestión a la satisfacción del interés público. Este deber se manifestará, fundamentalmente, al identificar y atender las necesidades colectivas prioritarias, de manera planificada, regular, eficiente, continua y en condiciones de igualdad para los habitantes de la República; asimismo, al demostrar rectitud y buena fe en el ejercicio de las potestades que le confiere la ley; asegurarse de que las decisiones que adopte en cumplimiento de sus atribuciones se ajustan a la imparcialidad y a los objetivos propios de la institución en la que se desempeña y, finalmente, al administrar los recursos públicos con apego a los principios de legalidad, eficacia, economía y eficiencia, rindiendo cuentas satisfactoriamente.

Tal y como se observa, en la redacción de la norma que define el deber de probidad, se enlistan como parte de dicho deber una serie de importantes conceptos jurídicos indeterminados, tales como la satisfacción del interés público, las necesidades colectivas, la rectitud y la buena fe en el ejercicio de las potestades que le confiere la ley. 

Al respecto, es necesario señalar que una de las mayores virtudes que posee la fórmula normativa que utilizó el legislador en la conceptualización del deber de probidad es justamente su amplitud, ya que no establece de forma taxativa una cantidad determinada de actuaciones o supuestos -evitando de esa manera que pueda ser vulnerado echando mano a resquicios legales-, sino que deja suficiente espacio para que se juzgue y se sancione cualquier actuación u omisión que viole los alcances de dicho deber. 

Lo anterior le confiere a la norma una gran flexibilidad, ya que le permite al operador jurídico, según sea el caso, aplicar dicho principio para sancionar cualquier conducta indebida que pueda presentarse dentro del campo de la ética, y que ahora ha sido llevada al plano legal. 

El numeral 111 de la Ley General de la Administración Pública define al servidor público como la persona que presta servicios a la Administración o a nombre y por cuenta de ésta, como parte de su organización, en virtud de un acto válido y eficaz de investidura, con entera independencia de su carácter imperativo, representativo, remunerado, permanente o público de la actividad respectiva. Por su parte, el canon 113 ejusdem establece con claridad que el marco funcional del agente público ha de realizarse de manera que satisfaga primordialmente el interés público, entendido como el interés coincidente de los administrados. Para tal efecto, el servidor público se encuentra impostergablemente afecto al bloque de legalidad, tanto en su visión negativa como positiva, según se colige, a nivel legal, de los ordinales 11, 12, 13, 59 y 66 de la Ley General de Administración Pública y del artículo 11 de la Carta Magna. Como parte de esta orientación, el desempeño del funcionario se encuentra orientado y delimitado por normas de transparencia y probidad, cuyo sustento legal se encuentra expreso en el numeral 3 de la Ley no. 8422. Desde esta arista, como complemento de la orientación finalista del servidor público que le exige potenciar la satisfacción de los intereses públicos por encima de los personales, incluso de los intereses de la Administración (113.2 ibídem LGAP), lo que es propio de la naturaleza servicial de sus competencias, el deber de probidad pretende aportar aspectos de mayor concreción que de alguna manera orientan las acciones del servidor público a fin de que su conducta responda a esa dimensión teleológica, ya no solo a nivel de resultado, sino mediante la incorporación de deberes morales y éticos que garantizan transparencia y objetividad en su proceder. Más simple, el deber de probidad regulado en el artículo tercero de la Ley No.8422 obliga a todo servidor público a desempeñarse con rectitud y buena fe en el ejercicio de las potestades que le confiere la ley. Por tanto, es claro que la condición de servidor público supone la sujeción y el debido cumplimiento de deberes de orientación moral y ética que el mismo ordenamiento jurídico consagra e impone, que le exigen conducirse en su gestión con rectitud y solidez. Para el resguardo de ese cometido, las normas que impregnan las actividades de los funcionarios públicos imponen un régimen con el fin de evitar que se pueda ver lesionada, o amenazada su objetividad en el desarrollo de sus funciones y con ello, el consustancial riesgo en la ponderación debida del interés público. Es claro que a nivel preventivo, esas condiciones de buscan mantener la objetividad y transparencia en el proceder del funcionario público, evitando que el correcto cumplimiento de los cometidos que son propios de su investidura y por tanto, la satisfacción del interés público como norte de su comportamiento, se vea amenazado o sea relegado por intereses personales. En esta dinámica, debe precisarse el concepto de conflicto de intereses, que supone la confrontación entre un interés personal y un interés público. La debida atención de este tipo de conflictos exige marcos preventivos y de control a posteriori. En el primer estadio, se trata de eliminar toda posibilidad de que el conflicto llegue a producir una efectiva colisión de intereses en cabeza del funcionario, que le reste libertad u objetividad al momento de intervenir en un determinado asunto público. Por su parte, en el caso del control posterior, consiste en la determinación de un acto indebido de favorecimiento o al menos, el comportamiento orientado a obtener un beneficio personal o a favor de un tercero, y que puede llevar a imponer una sanción. Es por ello que la infracción al mencionado deber de probidad no se encuentra inmune al marco de responsabilidad disciplinaria del servidor público. El precepto 4 de la mencionada Ley No. 8422 establece: "Sin perjuicio de las responsabilidades civiles y penales que procedan, la infracción del deber de probidad, debidamente comprobada y previa defensa, constituirá justa causa para la separación del cargo público sin responsabilidad patronal. Tal efecto condicionado encuentra sentido, en el contexto que se analiza, para actos de abierta improvisación, mala administración de recursos o total evidencia de conflictos de intereses perfectamente desprendibles de una determinada situación. Desde luego que la aplicación e interpretación de esa norma ha de transitar por las sendas de la racionalidad, razonabilidad y proporcionalidad , parámetros que deben ser valorados en cada caso concreto. Para ello, el mandato 38 de la citada legislación establece causales de responsabilidad administrativa, que luego, encuentran sus correlativas sanciones posibles en la letra de la norma 39 iusibid, la que en ese tanto, sería aplicable ante las infracciones al deber de probidad en los términos ya desarrollados. La sinergia de estas disposiciones incorpora un sistema flexible que permite hacer surgir la responsabilidad de un funcionario ante la emisión de conductas transgresoras de las normas de la ética. Con todo, la aplicación correcta de este sistema, implica la necesaria instrucción de un procedimiento administrativo, como paso previo e infranqueable para aplicar una sanción por las lesiones a ese marco de obligaciones funcionariales, con respeto pleno e íntegro de las garantías de defensa y el debido proceso, lo que viene a ser fundamental para eludir actuaciones arbitrarias e ilegales.

En cuanto al tipo de responsabilidad que podría asumir un servidor público en esta materia, debe señalarse que en el ejercicio de estas competencias, como en toda función administrativa, rige el régimen de responsabilidad que se encuentra consagrado en los artículos 199 y siguientes de la Ley General de la Administración Pública, así como en cualquier otra normativa que lo regule, tal como ocurre, por ejemplo, con la Ley contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito en la Función Pública (Ley N° 8422), que sanciona las actuaciones del servidor público que impliquen una violación al deber de probidad. 

Sobre el tema de las eventuales responsabilidades que le pueden caber a cualquier funcionario por un incumplimiento de sus deberes, en caso de una conducta en la que medie dolo o culpa grave –de conformidad con lo dispuesto en el artículo 211 de la Ley General de la Administración Pública- los funcionarios públicos que incumplan los deberes propios del cargo que ostentan pueden incurrir en responsabilidad civil, administrativa, disciplinaria y penal. 

Los artículos 190 y siguientes de la Ley General de la Administración Pública contienen las reglas con apego a las cuales debe evaluarse la responsabilidad de la Administración y del servidor público. Dichas normas parten de un principio general de responsabilidad objetiva, que obliga a la Administración a indemnizar los daños producidos por su funcionamiento, sea éste lícito o ilícito, normal o anormal. 

La responsabilidad por conducta ilícita tiende a reparar cualquier tipo de daño o perjuicio sufrido por el administrado; mientras que la responsabilidad por conducta lícita sólo lleva consigo la obligación de indemnizar los daños producidos -no así los perjuicios- siempre que se trate de un daño especial, ya sea por la pequeña proporción de afectados, o por la intensidad excepcional de la lesión.
Específicamente, en lo que concierne a la responsabilidad del servidor público, la misma Ley General de la Administración Pública establece que será responsable ante terceros y ante la propia Administración el servidor que haya actuado con dolo o culpa grave en el desempeño de sus deberes. En estos casos, la responsabilidad del servidor es solidaria con la propia Administración, esta última debe recobrar íntegramente lo pagado por los daños ocasionados por sus agentes.
También la Administración está facultada para cobrar al funcionario todos los daños y perjuicios que este último le hubiese producido con dolo o culpa grave. Lo anterior aun en el caso de que no se hubiese producido daño alguno a un tercero.
El artículo 198 de la Ley General citada, establece que el plazo con que cuenta la Administración para reclamar indemnizaciones contra servidores públicos prescribirá en cuatro años, contados "…desde que se tenga conocimiento del hecho dañoso".
Partiendo de las reglas citadas, es claro que una persona sobre la cual pesa el deber legal de firmar un acta de un órgano colegiado (ya sea en aplicación del artículo 56.3 de la Ley General de la Administración Pública, o de la normativa especial que rija el funcionamiento de cada órgano colegiado en particular) puede incurrir en responsabilidad civil y administrativa por su negativa a cumplir esa obligación, siempre que se demuestre que su conducta omisiva ha causado un daño a un tercero, a la propia Administración, o a ambos. Esa responsabilidad, en la situación concreta que se analiza, podría surgir de la eventual anulación de un acuerdo del órgano colegiado, por la existencia de un vicio en el acta que lo contiene. 

Por otra parte, el artículo 211 de la Ley General de la Administración Pública hace referencia a la responsabilidad disciplinaria en que podría incurrir el servidor público, cuando participe con dolo o culpa grave en acciones, actos, o contratos, opuestos al ordenamiento jurídico. En tal supuesto, el superior jerárquico del funcionario o, en ausencia de relación jerárquica, quien lo haya nombrado en el puesto, estaría facultado para hacer efectiva esa responsabilidad, responsabilidad que en el caso en estudio, podría comprender incluso la destitución de su puesto. 

Finalmente, el funcionario público que no suscriba las actas de las sesiones de un órgano colegiado, teniendo el deber legal de hacerlo, podría incurrir en responsabilidad penal, por incumplimiento de deberes, en los términos previstos en el artículo 332 del Código Penal. Esa norma dispone que "Será reprimido con pena de inhabilitación de uno a cuatro años, el funcionario público que ilegalmente omita, rehuse hacer o retarde algún acto propio de su función. Igual pena se impondrá al funcionario público que ilícitamente no se abstenga, se inhiba o se excuse de realizar un trámite, asunto o procedimiento, cuanto está obligado a hacerlo.

A diferencia de la responsabilidad de la Administración, la responsabilidad del funcionario no es objetiva, sino subjetiva, de conformidad con la regulación que contiene la Ley General de la Administración Pública. Esto es, el funcionario público es personalmente responsable, cuando haya actuado con culpa grave o dolo (arts. 199 y 210 de la Ley General de la Administración Pública). 

En el caso de la omisión de actuar con una diligencia debida o la omisión de un deber funcional, es necesario analizar en cada caso concreto si el servidor actuó con culpa grave o dolo a efectos de determinar su responsabilidad administrativa. 

Sobre el concepto de culpa grave se ha señalado: "De las variadas clasificaciones de la culpa que la doctrina suele establecer, la más relevante a efectos civiles es la que distingue de la culpa leve u ordinaria la culpa grave o lata. La culpa grave o lata consiste en un apartamiento de gran entidad del modelo de diligencia exigible: 

“No prever o no evitar lo que cualquier persona mínimamente cuidadosa hubiera previsto o evitado. Puede ser grave tanto la culpa consciente como la culpa inconsciente o sin previsión. En el primer caso, siempre que el agente no haya querido ni aceptado la producción de la falta de cumplimiento o del evento dañoso previsto, pues entonces habría dolo, siquiera eventual." (Enciclopedia Jurídica Básica, Volumen II, Editorial Civitas, España, 1995, pág. 1865) 

La diferencia entre los conceptos de dolo o culpa ha sido analizada de la siguiente forma: "La acción u omisión han de ser culpables, esto es, producto de la deliberada voluntad de dañar (dolo) o de negligencia o imprudencia (culpa) del agente. La diferencia entre estas dos formas de culpabilidad radica en la voluntariedad o intencionalidad." (Enciclopedia Jurídica Básica, Volumen II, Editorial Civitas, España, 1995, pág. 2585) 

Si el servidor produjo un daño que sólo afectó a la Administración ésta se encuentra obligada a seguir un procedimiento administrativo a efecto de determinar la responsabilidad del funcionario y, eventualmente, proceder al cobro de la suma correspondiente, sirviendo como título ejecutivo la certificación expedida por el jerarca del ente respectivo. 

Por lo tanto, de conformidad con nuestra Ley General de la Administración Pública habrá responsabilidad civil del funcionario cuando actúe con dolo o culpa grave en el ejercicio de sus atribuciones, tomándose en cuenta que, de conformidad con el principio contenido en el artículo 113 de ese cuerpo normativo, a mayor grado de jerarquía mayor grado de responsabilidad. 

Debe tomarse en cuenta que el análisis se ha realizado a partir de lo dispuesto por la Ley General de la Administración Pública. En todo caso, tómese en cuenta que en los numerales 74 y siguientes de la Ley Orgánica de la Contraloría General de la República se desarrolla el tema de la responsabilidad civil del servidor, aunque en términos bastante similares a la Ley primero mencionada o con referencia a ella. 

Nótese que los criterios que establece dicho cuerpo normativo para determinar la responsabilidad disciplinaria son similares a los señalados para la responsabilidad civil. El artículo 211 de la Ley General señala: 

"1. El servidor público estará sujeto a responsabilidad disciplinaria por sus acciones, actos o contratos opuestos al ordenamiento jurídico, cuando haya actuado con dolo o culpa grave, sin perjuicio del régimen disciplinario más grave previsto por otras leyes.
2. El superior responderá también disciplinariamente por los actos de sus inmediatos inferiores, cuando él y estos últimos hayan actuado con dolo o culpa grave.
3. La sanción que corresponda no podrá imponerse sin formación previa de expediente, con amplia audiencia al servidor para que haga valer sus derechos y demuestre su inocencia."

Es clara la obligación de la Administración Pública de prestar adecuadamente los servicios públicos que se han establecido a su cargo, concepto que comprende la continuidad, la regularidad y la eficiencia de éstos.
Obviamente, le corresponderá a los funcionarios encargados de la prestación de cada servicio público tomar las decisiones convenientes y oportunas con el objeto de que éste se brinde dentro de parámetros que puedan ser considerados como de funcionamiento normal, depende de una serie de elementos que deben ser analizados a la luz de un caso concreto, por la Administración activa, o bien por los Tribunales de Justicia.

De modo complementario, el inciso 11) del artículo 1º del reglamento a la Ley Contra la Corrupción y el Enriquecimiento Ilícito (Decreto Ejecutivo N° 32333-MP-J del 12 de abril del 2005, publicado en el Alcance N° 11 a la Gaceta N° 82 del 29 de abril del 2005) establece en lo que interesa: 

“Artículo 1º— Definiciones. Para la aplicación del presente Reglamento, los términos siguientes tienen el significado que a continuación se indican:
Deber de probidad: Obligación del funcionario público de orientar su gestión a la satisfacción del interés público, el cual se expresa, fundamentalmente, en las siguientes acciones:
a) Identificar y atender las necesidades colectivas prioritarias de manera planificada, regular, eficiente, continua y en condiciones de igual para los habitantes de la República;
c) Asegurar que las decisiones que adopte en cumplimiento de sus atribuciones se ajustan a la imparcialidad y a los objetivos propios de la institución en la que se desempeña;
d) Administrar los recursos públicos con apego a los principios de legalidad, eficacia, economía y eficiencia, rindiendo cuentas satisfactoriamente;
g) Orientar su actividad administrativa a satisfacer primordialmente el interés público.” 

Sobre los deseos de cierto sector de que se den medidas disciplinarias contra la funcionaria del caso en estudio, cabe remitirse a todo el desarrollo que se hizo líneas atrás en cuanto a las condiciones que deben mediar para que resulte procedente el dictado de un proceso Administrativo, pues evidentemente los límites que existen para el ejercicio de esa potestad serían las circunstancias calificadas que se encuentren en cada caso, que permitan fundamentar la situación de grave riesgo o daño que amerita la adopción de una medida de esta naturaleza. 

En este sentido, resulta a mi criterio que la situación encontrada no requiere el dictado de una medida disciplinaria, sino que las circunstancias de hecho permiten esperar la tramitación normal de lo Dictado por la Contraloría General de La República, sin embargo, no por las escuetas y erróneas respuestas de la Doctora, sino porque no existe el motivo del acto administrativo a mi criterio, que permita válidamente dictar una medida que valla más allá de lo que se ha hecho, esto sin decir que si a futuro la devolución del dinero afecta el interés público, pueda iniciarse alguna acción administrativa. 

En el ámbito de la responsabilidad administrativa hay un aspecto de la mayor valía, cual es que la fórmula normativa del artículo 3° de la Ley N° 8422 deja el suficiente espacio para poder juzgar y si es del caso sancionar cualquier actuación u omisión que viole los alcances del deber de probidad. Esto nos permite, más allá de la tipificación de una serie de faltas (como por ejemplo, las enumeradas por el 38 iusibíd), contar con una fórmula legal lo suficientemente comprensiva y flexible que permita cobijar, según sea el caso de que se trate, aquellas conductas indebidas que pueden llegar a presentarse en el campo de la ética, a fin de responsabilizar al funcionario por ellas. 

Es que lo anterior, lejos de constituir un portillo peligroso o una medida arbitraria, garantiza una verdadera rendición de cuentas por parte del funcionario. Si esto lo ligamos con el tema de que, como es obvio, cualquier posible sanción con fundamento en los artículos 3° y 4° de esta Ley habrá de pasar por el tamiz de un procedimiento en sede administrativa que respete íntegramente las garantías de defensa y el debido proceso, no debe tener cabida alguna una actuación arbitraria en ese sentido. 

Por otro lado, debe tomarse conciencia sobre las necesarias diferencias que guarda la sanción en sede administrativa con la de naturaleza penal, siendo en esta última el principio de tipicidad de suma relevancia en razón de los valores que están en juego ante una posible pena privativa de libertad. Bajo esa línea de razonamiento, resulta provechoso retomar los razonamientos desarrollados por la Sala Constitucional, que explican muy bien esas especiales características del ámbito disciplinario, en lo que atañe a la tipificación de las faltas: 

“Como se anotó anteriormente, la responsabilidad disciplinaria suele versar sobre actos de naturaleza general, por cuanto las autoridades disciplinarias pueden usar un poder discrecional de interpretación extensiva en la calificación de los hechos. Así, las normas reguladoras del derecho disciplinario son principalmente genéricas, las figuras no tienen soluciones de continuidad, y es teórica y prácticamente difícil, por no decir imposible, afirmar cuando existe una figura perfectamente definida. En este régimen, el principio de tipicidad -"nullum crimen sine lege, y nulla poena sine lege"- no tiene la rigurosa aplicación que tiene el derecho penal, siendo su dominio más dilatado. Al respecto, por sentencia número 5594-94, de las quince horas cuarenta y ocho minutos del veintisiete de setiembre último, esta Sala consideró: 

"III. EL PRINCIPIO DE TIPICIDAD EN EL RÉGIMEN DISCIPLINARIO.

La existencia de un conjunto de deberes de los funcionarios -y a la vez de sus atribuciones-, sean deberes comprendidos en la obligación de la función o del servicio que desempeñan, o los que derivan de la subordinación jerárquica, exige normas establecidas para reglar esas relaciones, y sanciones para cuando se violan tales obligaciones. El principio de tipicidad es una aplicación del principio de legalidad y exige la delimitación concreta de las conductas que se hacen reprochables a efectos de su sanción. Sin embargo, en materia disciplinaria, no se aplica el principio de tipicidad en la misma forma que se hace en materia penal, de conformidad con el artículo 39 constitucional, (...). Puede afirmarse que el principio de tipicidad constituye un principio fundamental en la responsabilidad disciplinaria, pero no en la misma forma que en ámbito jurídico-penal, ya que los principios "nullum crimen sine lege", "nullum poena sine lege" no tienen la rigidez y exigencia que les caracteriza en el derecho penal sustantivo, por cuanto la actividad sancionatoria de índole penal y la de índole disciplinaria corresponden a campos jurídicos diferentes, y los parámetros de discrecionalidad que son propios del ejercicio de la potestad disciplinaria administrativa son más amplios que los de la potestad sancionatoria penal del Estado. 

(…) En el derecho disciplinario, en razón del fin que persigue, cual es la protección del orden social general, y de la materia que regula, -la disciplina-, la determinación de la infracción disciplinaria es menos exigente que la sanción penal, ya que comprende hechos que pueden ser calificados como violación de los deberes del funcionamiento, que en algunas legislaciones no están especificados, y, en otras, sí. De manera que, el ejercicio de este poder es discrecional, de allí que proceda aplicar sanciones por cualquier falta a los deberes funcionales, sin necesidad de que estén detalladas concretamente como hecho sancionatorio, por lo cual, la enumeración que de los hechos punibles se haga vía reglamentaria no tiene carácter limitativo. Motivado en la variedad de causas que pueden generar su aplicación, en la imprecisión frecuente de sus preceptos y en la esfera de aplicación, no siempre es orgánico ni claro en la expresión literal, razón por la cual puede sancionarse discrecionalmente las faltas no previstas concretamente, pero que se entienden incluidas en el texto, siempre y cuando resulten de la comprobación de la falta disciplinaria, mediante un procedimiento creado al efecto. La falta o infracción disciplinaria se ha definido diciendo que es una violación al funcionamiento de cualquier deber propio de su condición, aún cuando no haya sido especialmente definida aunque si prevista. Los hechos determinantes de las faltas disciplinarias son innumerables, pues dependen de la índole de los comportamientos o conductas de los sujetos "subordinados", comportamientos o conductas en verdad ilimitados en número, dada su variedad; por ello se deduce la existencia de tres elementos de la falta disciplinaria: 1.- un elemento material: que es un acto o una omisión; 2.- un elemento moral: que es la imputación del acto a una voluntad libre; y 3.- un elemento formal: que es la perturbación al funcionamiento del servicio o afección inmediata o posible de su eficacia. 

IV. LOS CONCEPTOS JURÍDICOS INDETERMINADOS EN EL RÉGIMEN DISCIPLINARIO. (…) De tal manera, por ejemplo, no será en modo alguno suficiente limitarse a reprochar a un funcionario una falta de probidad, en abstracto, sino que es necesario concretar en la conducta específica que se enjuicia, dónde es imputable dicha falta en concreto, desde la perspectiva de los deberes positivos del funcionario, a los que ha faltado. Consecuencia de lo anterior, al momento de interpretar una norma, debe hacerse en relación con la actividad que ella regula ..."

(…) con la técnica del concepto jurídico indeterminado, la ley refiere una esfera de realidad cuyos límites no aparecen bien precisados en su enunciado, no obstante lo cual, es claro que intenta delimitar un supuesto concreto, conceptos como lo son la buena fe, la falta de probidad, la moral, las buenas costumbres, etc. Así, aunque la ley no determine con claridad los límites..., porque se trata de conceptos que no admiten cuantificación o determinación rigurosa, pero que en todo caso, es manifiesto que con ellos se está refiriendo a un supuesto de realidad que, no obstante la indeterminación del concepto, admite ser precisado en el momento de aplicación. La ley utiliza conceptos de valor -buena fe, estándar de conducta del buen padre de familia, orden público, justo precio, moral-, o de experiencia -incapacidad para el ejercicio de sus funciones, premeditación, fuerza irresistible-, porque las realidades referidas no admiten otro tipo de determinación más precisa. Pero resulta claro que al estarse refiriendo a supuestos concretos y no a vaguedades imprecisas o contradictorias, como es el caso de la determinación de las infracciones o faltas disciplinarias, la aplicación de tales conceptos a la calificación de circunstancias concretas no admite más que una solución: o se da o no se da ...; o hay buena fe o no la hay, o acciones contrarias al orden público o no las hay, o hay acciones contrarias a la moral o no las hay, etc. En esto radica lo esencial de este tipo de conceptos, de manera que la indeterminación del enunciado no se traduce en una indeterminación de las aplicaciones del mismo, las cuales sólo permiten una "unidad de solución justa" en cada caso. La técnica de los conceptos jurídicos indeterminados, que no obstante su denominación, son conceptos de valor o de experiencia utilizados por las leyes, se da en todas las ramas del derecho, como por ejemplo en la civil -buena fe, diligencia del buen padre de familia, negligencia-, en la comercial -interés social-, en la procesal -pertinencia de los interrogatorios, medidas adecuadas para promover la ejecución, perjuicio irreparable-, o en la penal -alevosía, abusos deshonestos-, son sólo algunos de los ejemplos que se pueden citar" (sentencia número 1265-95, de las quince horas treinta y seis minutos del siete de marzo mil novecientos noventa y cinco). 

En este punto, recordemos que usualmente en el derecho administrativo los tipos sancionadores no son autónomos, sino que se remiten a otra norma en la que se formula una orden o una prohibición, cuyo incumplimiento supone, entonces, la infracción. Recordemos con la doctrina que “la remisión de que se viene hablando se hace evidente en las normas que describen ciertas obligaciones, determinados comportamientos, algunas prácticas, o precisa funciones o actividades y en otras que juegan un papel complementario a las mismas y que son, justamente, las que declaran que su incumplimiento constituye infracción sancionable”. 

Sobre lo que he expuesto en esta recopilación de letras se puede decir que no vulneran la exigencia de lex certa la regulación de tales supuestos ilícitos mediante conceptos jurídicos indeterminados (Deber de Probidad), siempre que su concreción sea razonablemente factible en virtud de criterios lógicos, técnicos o de experiencia y permitan prever con suficiente seguridad, la naturaleza y las características esenciales de las conductas constitutivas de la infracción tipificada. Del mismo modo, puede decirse que no vulnera esa misma exigencia la remisión que el precepto que tipifica las infracciones realice a otras normas que impongan deberes u obligaciones concretas de ineludible cumplimiento, de forma que su conculcación se asuma como elemento definidor de la infracción sancionable misma, siempre que sea asimismo previsible, con suficiente grado de certeza, la consecuencia punitiva derivada de aquel incumplimiento o transgresión. Muy al contrario, tales normas determinan obligaciones de necesario cumplimiento por los colegiados y responden a las potestades públicas que la Ley delega a favor de ellos para “ordenar…la actividad profesional de los colegiados, velando por la ética y dignidad profesional y por el respeto debido a los derechos de los particulares. A mayor abundamiento, nos dice Alejandro Nieto que “En el Derecho Penal la estructura de la norma punitiva es muy sencilla, puesto que tanto la tipificación de la infracción como la atribución de la sanción tienen lugar, salvo excepciones, de forma directa e individualizada; mientras que en el Derecho Administrativo Sancionador el mecanismo es mucho más complejo, ya que con frecuencia la tipificación no es directa sino por remisión y la atribución no es individualizada sino genérica. (…) no se trata de simples diferencias de matiz sino, como mínimo, de estructura normativa. 



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